Azucena no sabía
porqué, de entre los miles de nombres que hay en el mundo, le habían puesto a
ella justo ese: Azucena. “Es el nombre de una flor delicada”, le decía su papá.
“Es un nombre muy dulce”, le decía su mamá. A la pequeña Azucena le gustaban
las flores delicadas, le gustaban los dulces, pero mucho no le gustaba que en
la escuela le digan:
“María Azucena techaba su choza, y un
techador que pasaba le preguntó: “¿María Azucena, tu techas tu choza o techas
la ajena?” No techo mi choza ni techo la ajena, yo techo la choza de María
Azucena.”
En casa le
explicaron que era ese un trabalenguas tan antiguo como rimbombante, y le
susurraron la historia que contaba detalladamente todo:
María Azucena era una muchacha que cada vez que llovía sufría
inundaciones en su casa, ya que su choza tenía la techumbre averiada. Por eso,
cuando cesaba la lluvia, María Azucena debía salir al patio con su escalera, su
martillo y sus clavos, a colocar en su techo chapas, chapas que casi siempre
eran de colores.
Muy cerca de la casa de María Azucena vivía un techador, un techador
profesional. El techador estaba ofendido con la muchacha.
“¿Por qué no me llama a mí para arreglar el techo de la choza?” Se
preguntaba el techador. Él no sabía que María Azucena era muy hacendosa, y que prefería
hacer las cosas de su casa ella misma.
Ocurrió que cierto día después del desayuno, una vecina llamó a la chica por
teléfono y le pidió que si por favor podía llegarse hasta su casa para arreglarle
el techo, que por la fuerte tormenta y porque había caído piedra, se le había
roto un poco, justo arriba de la cucha del gato.
María Azucena aceptó sin titubeos hacer ese favor. Tras enjuagar la taza
del café con leche y eligiendo de entre sus sombreros el de ala más ancha, se
dirigió con la escalera, los clavos, y el martillo en la mochila, a la casa de
la vecina.
Quiso el caprichoso azar que el techador ofendido –que no era nada
chicato- pasase por aquella vereda en aquel preciso momento, y que vea, con sus
propios y redondos ojos, a la mismísima María Azucena componiendo el techo de doña
Laurita, que así se llamaba la gentil vecina.
El techador se intrigó, y también se enojó. Su pensamiento era el
siguiente: “María Azucena me hace la competencia, y como esa chica es tan puntual,
simpática y habilidosa, pronto toda la ciudad va a dejar de llamarme a mí para
componer los techos abollados.”
Con estas ideas se quedó el amargo techador. Al llegar la noche su
malestar no lo dejó dormir. Por dicho motivo al día siguiente, apenas salió el
sol, el techador se acercó a donde vivía María Azucena dispuesto a salir de
dudas, y ahí fue que pronunció su famosa frase: “¿María Azucena, tu techas tu
choza o techas la ajena?”. Ella, que se dio cuenta de las espinosas cosas que
pasaban por la cabeza del techador, le contestó con firmeza: “no techo mi choza
ni techo la ajena, yo techo la choza de María Azucena.”
Azucena, la
verdadera protagonista de esta historia, escuchó con atención el cuento de su
tocaya la techadora, pero le quedaron dudas. Por ejemplo: ¿por qué María
Azucena salía a techar la choza después de cada lluvia? ¿María Azucena hacía realmente
bien su trabajo?¿No sería más fácil contratar al techador, que seguramente,
como se dedicaba a eso de toda la vida, solucionaría definitivamente el
problema de las goteras? Los papás de Azucena quedaron mudos ante estos
interrogantes.
-Andá a jugar-
le pidieron con exigencia –andá a jugar Azucena, por favor.
Azucena no hizo
caso; en vez de irse a jugar con la pila descomunal de barbys que crecía junto
a su cama; con las decenas de muñecas vestidas de rosa que desbordaban todos
los cajones de su cajonera decorada con dibujos de princesa; o con la cocina de
juguete equipada con cacerolitas, ollitas, tacitas y teteritas de porcelana; se
fue al balcón, y apremiada por una intensa curiosidad, se dedicó por horas a escrutar
los techos de todas las casas del vecindario.
En su
observación descubrió muchas cosas: “Aquella casa tiene el techo resquebrajado”
“Aquella otra está torcida y el agua se acumula en un rincón” “La de más allá,
la de color celeste, se llena con las hojas del fresno de la calle, y todos sus
desagües se tapan”. Ese día, después del cuento de la techadora, Azucena quiso
ser una experta en techos.
Fue así que, con
las semanas, las observaciones se hicieron cada vez más puntuales y precisas: “Las
tejas de aquél techo están flojas, si pasan los gatos las van a tirar”. “Ese
chalet necesita una chimenea”. Azucena había aprendido mirando, y mirando, y
mirando. También preguntando: si pasaba por una obra en construcción, aprovechaba
para investigar qué materiales se usan para hacer los techos, cómo hacen los
albañiles para que las paredes queden firmes, cómo hacen los arquitectos, los
ingenieros, para que no se llueva adentro de las casas.
Su interés por
el tema y su afán de conocimiento la condujeron a pedir permiso a los vecinos y
subir a sus terrazas. Entonces, con cautela profesional, observaba bien de
cerca los detalles del cemento, de la membrana, de los ladrillos, y hasta se
fijaba en los recorridos de las hormigas negras, habitantes seguras de toda
techumbre, delatoras de posibles grietas, agujeritos y demás fallas de azotea.
Mientras tanto,
en la escuela, los compañeros de Azucena -y hasta las maestras- le recitaban el
trabalenguas de la techadora al menos una vez por semana. La verdad es que
nadie, nadie, nadie sabía que Azucena, poco a poco, se estaba convirtiendo en una
“María Azucena” de verdad. Nadie, nadie, nadie, hubiese adivinado que, poco a
poco, Azucena se ponía canchera en un oficio difícil, el cual estaba dispuesta
a ejercer con destreza, sabiduría y profesionalismo.
Como una
guardavidas que en la orilla del mar permanece expectante sobre su banqueta,
cuidando que ningún bañista sea arrastrado por las olas, con todo el cuerpo
tenso, preparada para salir corriendo y darse un chapuzón salvador a la menor
señal de alarma, a fin de que ninguna vida humana corra riesgos; así, sentada
en canastita en el balcón, Azucena velaba por la salud de los techos de todas
las casas del barrio.
Sus papás creían
que ella meditaba, que hacía yoga, que dormía sentada. No sabían nada del nuevo
oficio de Azucena. No sabían que si una noche había tormenta, lo primero que
hacía Azucena al despertar era controlar, desde su balcón-platea, que los
techos de las casas no sufran daños ni roturas ni achaques por las ramas
sueltas o el granizo.
Pero las
techumbres de sus vecinos estaban fuertes, firmes, lozanas, radiantes. No había
árbol, por pesado que sea, capaz de herir la superficie compacta y maciza que
cubría las cabezas de esas personas. Y si bien Azucena se alegraba por estas
firmezas cementosas, la verdad era que necesitaba actuar, necesitaba de una vez
por todas salir a techar, salir a poner en práctica todo lo que había aprendido
sobre techos, chapas, lluvias y ramas.
“¿Dónde hay
techos endebles?” pensaba Azucena. “¿Adónde y a quién pueden ayudar mis
habilidades? ¿Acaso debo salir a buscar a la María Azucena del cuento que me
cuentan en mi casa? ¿La María Azucena
que techa su choza cada vez que llueve, pero que como no sabe hacerlo bien, luego
de las lluvias las goteras le llenan la casa de humedad y se le forman charcos que
parecen lagunas, que parecen ríos, en la cocina?”.
Azucena buscó en
Internet los diferentes tipos de casa que los humanos construyen para vivir. Lo
que encontró la dejó anonadada. Es que la gente no sólo vive en casas de
ladrillos: también hay casas de barro o adobe, casas de materiales reciclados,
casas de madera, y hasta casas de hielo. Los materiales cambian de acuerdo a la
situación geográfica: en las montañas las casas son de piedra, pino y arcilla.
Hay casas con techo de paja, y hubo casas que se llamaban toldos, donde vivían
los indios.
Recopiló tanta
información sobre casas que de pronto sintió que tenía un mundo entero guardado
adentro de su computadora. Esa noche Azucena tuvo un sueño fenomenal:
Soñó con una ciudad donde las casas no se agrupaban en manzanas, como en
el mapa cuadriculado de la suya; las casas no seguían líneas paralelas, ni se
amontonaban, todas idénticas, como las de su ciudad. Eran casas sonrientes,
casas redondas, triangulares, exóticas, polimorfas.
Como si siempre hubiese vivido ahí, Azucena empezó a caminar: las calles
eran amplias y circulares, parecidas a pistas de carrera; y a medida que se
acercaba al centro de la ciudad, los círculos se hacían más pequeños. Al final
de las rondas, que fueron como nueve, llegó al corazón mismo de la ciudad, donde
había una plaza enorme sembrada de manzanos.
Una torre tan alta como cien árboles de manzano, se erguía en el centro
de aquella plaza. Azucena se acercó lentamente y al llegar a la puerta leyó:
“Bienvenidos al observatorio estelar”. En eso, un señor muy preocupado se le
acercó y le dijo: “Hola, ¿vos sos Azucena, la techadora? Necesitamos que nos
ayudes a arreglar el techo de la torre.”
Con un severo y aseverador gesto de su cabeza, Azucena aceptó. Enseguida se
encontró subiendo una escalera en caracol, con un farol en una mano y una
preciosa caja de herramientas en la otra. Al observarla con detenimiento, vio
que más que una caja era una cesta, y que después era un maletín, todo de color
fucsia, que portaba un surtido despampanante de martillos, destornilladores,
clavos, pinzas, llaves y serruchos de colores frutales.
El sueño la transportó directamente a la azotea de la torre. Ahí arriba, una
ventisca jugaba con su pelo y le impedía ver el horizonte. Sólo alcanzaba a percibir
algunos techos de aquella ciudad circular, techos prolijos, lisos, por donde la
lluvia podía deslizarse perfectamente y donde era imposible encontrar alguna
ranura o grieta. Sin embargo, el techo del observatorio estaba hecho trizas, y
por sus agujeros Azucena descubrió un enorme telescopio cubierto con bolsas de
nylon.
Decidida a reparar aquel techo a como dé lugar, abrió su pomposa caja de
herramientas y buscó clavos. Pero no poco fue su disgusto, ya que las
herramientas de colores frutales se habían convertido en frutas propiamente
dichas. Sin saber qué hacer, desparramó por todo el techo y comenzó a tapar los
agujeros con naranjas, manzanas, frutillas, uvas, sandías, bananas y melones.
Entonces aparecía el “señor preocupado” en un rincón de la azotea y
comenzaba a alentarla: “¡Vamos Azucena, vos podés! ¡Vamos Azucena, antes de que
se largue a llover!”.
Cuando se
despertó, Azucena sólo quería dos cosas, comer frutas y reparar urgentemente el
techo del observatorio estelar. Lo primero era totalmente posible, y no le
llevó mucho tiempo cumplir ese sueño: sólo tuvo que caminar media cuadra hasta
la verdulería de Jacinto para comprar una pera, una manzana, una banana, dos
naranjas, tres ciruelas, una mandarina y diez frutillas. Mientras saboreaba una
memorable, una suculenta ensalada de frutas sentada en su palco preferido: el
balcón, Azucena rememoraba su sueño.
El observatorio
estelar presentaba algunas dificultades a la hora de ser reparado. En primer
lugar, estaba la cuestión irrefutable de que la torre pertenecía al ámbito de
los sueños; en segundo había que contemplar que aún en el caso de que se
pudiera volver a la plaza de los manzanos, una solitaria caja de herramientas
no bastaría para arreglar semejante desastre.
Y con nostalgia
ante estas evidencias, Azucena probaba las frutillas azucaradas, que habían
tomado algo del gustito de la banana, que a la vez estaba impregnada de jugo de
naranja; y en medio de tanta delicia frutal, Azucena no podía evitar sentirse
un poco triste, porque no sabía dónde ni cuándo podría ejercer su oficio de una
buena vez.
“Bueno, basta”
dijo Azucena una tarde. Hacía treinta y cinco grados de temperatura y eran
exactamente las tres y cuarto de la tarde. Estaba como siempre en su balcón,
esta vez con una limonada llena de hielo, y se bebió el vaso de un solo trago.
“Basta, voy a ir a buscar casas para techar, voy a ir a los barrios de allá
lejos, donde la gente pasa mucho frío en el invierno y un calor insoportable en
el verano, y voy a proponer soluciones útiles”.
“Papá,
acompañame por favor, necesito tu ayuda en este emprendimiento”. Le dijo al
padre que había llegado del trabajo hacía un ratito y descansaba debajo del
ventilador con los ojos cerrados. Azucena le explicó en unos diez minutos todo
lo que venía pensando desde hacía meses. El hombre, acalorado y todo, se
entusiasmó con las ideas techadoras de su hija. “No va a ser fácil hija mía,
pero tampoco será imposible”.
Esa misma tarde
fueron a la villa y Azucena se sorprendió de lo precario que era todo, de las
casitas tan pobres, de los techos tan flojos, de las paredes armadas con un
rejunte de materiales descartables. “Hagamos casas, hagamos casas de materiales
reciclados, casas de adobe, hagamos casas resistentes, donde los chicos no se
enfermen por el chiflete helado, donde las familias no sientan que el sol los
aplasta y los ahoga. Yo sé hacer techos que aíslen a la gente de los rigores
del clima”.
Su voz era tan
contundente, que varios vecinos que paseaban por allí, cumpliendo obligaciones
o paseando nada más, se entusiasmaron con la idea urbana. “¡Sí!” dijeron las
voces, que cada vez eran más variadas, porque cada vez había más gente. “¡Sí!”,
decían las personas mientras planificaban cómo construir hogares donde el
invierno no duela y el verano no apriete. “Es una utopía hecha realidad” le
decían los niños a sus padres, y los padres a los niños.
Y Azucena, con un
sombrero de ala ancha que la resguardaba de los rayos ultravioletas, colaboraba
sin descanso, aprendiendo en la práctica más y más sobre su pasión: techar
casas. Y todavía colabora. Todavía está esa gente construyendo ciudades más
lindas, y Azucena está con ellos, colocando un ladrillo, una madera, reforzando
un techo con materiales ecológicos por aquí, plantando un árbol que resguarde
del viento y dé sombrita por allá.
Les digo más,
ahora que ya les conté esta historia, me voy yo también a colaborar con
Azucena, que todas las tardes sale a techar chozas. ¡Vamos todos! ¿querés
venir?