sábado, 13 de julio de 2013

Saltamontes



  ¿Porqué no escribir sobre una langostita? No sobre una verde; sobre una marroncita, de tamaño mediano. Como ésta que se presenta silenciosa en la mañanita lluviosa. Debe tener nomás dos cm. de largo, pero sus piernas sí que son esbeltas, y con ellas pega unos saltos de hasta medio metro. ¡Medio metro! ¡veinte veces la longitud de su propio cuerpo! Medio metro hacia arriba en el patio mojado. Igual no le gusta estar bajo la lluvia, por eso se apura para llegar a la parte seca. Ahí la veo, le veo la cabeza con sus antenitas tras el zócalo de madera de la cocina.
  Esa langostita puede tranquilamente protagonizar un cuento infantil. Sí, esa. Un niñito o niñita puede pasar un buen rato observándola. De todos modos la cuestión infantil es así: el bebé de hasta un año comienza por descubrir la existencia de los insectos como pequeñas cositas que se mueven, y de acuerdo a la reacción del adulto sabrán si el bicho es peligroso, asqueroso, aplastable, etc. En el caso de la langostita, se le puede hacer saber que es inofensiva para el humano tomándola con cuidado por las patas y colocándosela uno mismo en la palma de su mano. Luego -y quizás- el bebé podrá seguir sin dispersarse, uno o dos saltos de nuestro insecto alejándose a toda velocidad de nuestros garfios. (Para los bebés, son mejores los animales grandecitos, los mamíferos o las aves, preferentemente las que no se vuelan).
  Quienes más "disfrutan" de la langosta son los chiquitos de entre 2 y 5 años. Ellos sí que van a apreciar sus fugaces saltos, van a dar exclamaciones de alegría, de sorpresa. Cada vez que el bichito se eleve por los aires, van a saltar descubriendo, a partir del juego, sus piernas, sus articulaciones y también las posibilidades y las limitaciones de la propia naturaleza humana.
  Estos niños se harán amigos del insecto, lo estudiarán de cerca y de lejos como verdaderos biólogos e incluso buscarán hacer contacto visual mirando fijamente los ojos opacos del efímero animal, momento en el cual experimentarán, de un modo intuitivo, la inexorable evolución de las especies.
  Después la dejarán ir y seguramente notarán, al observarla avanzar arrastrándose agotada, que la langostita ya no salta, porque durante el tibio y tosco manoseo de sus manitas acabaron, sin querer, por cortarle algunas de sus 6 patas.
  Pasados los 5 años y hasta los 12, con el espíritu salvaje a flor de piel, los chicos sólo querrán 2 cosas con el bicho: matarlo o descuartizarlo. Y las langostas son híper funcionales a estos impulsos destructivos ya que todos sabemos lo que sucede cuando se enfrentan cara a cara a dos langostas: se dan piñas con las patas posteriores hasta que una logra arrancarle la cabeza a la otra, es terrible. Es terrible porque el chico se inviste del cinismo de un dios o de un emperador y disfruta de un combate a muerte gratis y silvestre con total impunidad, ya que en teoría su único crimen sería el de intentar que las langostas socialicen.
(Creo que las langostas de odian a sí mismas y que cuando tienen una igual ante sus ojos pierden la cordura, enloquecen y, creyendo estar frente a un espejo, buscan el suicidio. Por este motivo la sobreviviente del duelo queda traumatizada de por vida cuando descubre, no sólo que sigue viva sino que cometió un crimen horrible).
 
 En suma: la langosta es, además de una plaga en potencia, un insecto simpático y entretenido para los niños por más de un motivo, los cuales enumeré hace dos minutos. De todos modos, en todo momento nos referimos a chicos “estándar” y  langostas "comunes"; nunca se sabe qué puede pasar cuando los raros se encuentran. Por ejemplo, ¿qué pasa cuando se encuentra una adulta medio rara y una langosta fuera de lo común?
No tengo las respuestas para todo, sólo sé que mi langostita marrón acaba de marcharse de la mano de un escarabajo beige de panza brillante.

La chica que soñaba con techar chozas




Azucena no sabía porqué, de entre los miles de nombres que hay en el mundo, le habían puesto a ella justo ese: Azucena. “Es el nombre de una flor delicada”, le decía su papá. “Es un nombre muy dulce”, le decía su mamá. A la pequeña Azucena le gustaban las flores delicadas, le gustaban los dulces, pero mucho no le gustaba que en la escuela le digan:

“María Azucena techaba su choza, y un techador que pasaba le preguntó: “¿María Azucena, tu techas tu choza o techas la ajena?” No techo mi choza ni techo la ajena, yo techo la choza de María Azucena.”

En casa le explicaron que era ese un trabalenguas tan antiguo como rimbombante, y le susurraron la historia que contaba detalladamente todo:

María Azucena era una muchacha que cada vez que llovía sufría inundaciones en su casa, ya que su choza tenía la techumbre averiada. Por eso, cuando cesaba la lluvia, María Azucena debía salir al patio con su escalera, su martillo y sus clavos, a colocar en su techo chapas, chapas que casi siempre eran de colores.

Muy cerca de la casa de María Azucena vivía un techador, un techador profesional. El techador estaba ofendido con la muchacha.
“¿Por qué no me llama a mí para arreglar el techo de la choza?” Se preguntaba el techador. Él no sabía que María Azucena era muy hacendosa, y que prefería hacer las cosas de su casa ella misma.

Ocurrió que cierto día después del desayuno, una vecina llamó a la chica por teléfono y le pidió que si por favor podía llegarse hasta su casa para arreglarle el techo, que por la fuerte tormenta y porque había caído piedra, se le había roto un poco, justo arriba de la cucha del gato.

María Azucena aceptó sin titubeos hacer ese favor. Tras enjuagar la taza del café con leche y eligiendo de entre sus sombreros el de ala más ancha, se dirigió con la escalera, los clavos, y el martillo en la mochila, a la casa de la vecina.

Quiso el caprichoso azar que el techador ofendido –que no era nada chicato- pasase por aquella vereda en aquel preciso momento, y que vea, con sus propios y redondos ojos, a la mismísima María Azucena componiendo el techo de doña Laurita, que así se llamaba la gentil vecina.

El techador se intrigó, y también se enojó. Su pensamiento era el siguiente: “María Azucena me hace la competencia, y como esa chica es tan puntual, simpática y habilidosa, pronto toda la ciudad va a dejar de llamarme a mí para componer los techos abollados.”

Con estas ideas se quedó el amargo techador. Al llegar la noche su malestar no lo dejó dormir. Por dicho motivo al día siguiente, apenas salió el sol, el techador se acercó a donde vivía María Azucena dispuesto a salir de dudas, y ahí fue que pronunció su famosa frase: “¿María Azucena, tu techas tu choza o techas la ajena?”. Ella, que se dio cuenta de las espinosas cosas que pasaban por la cabeza del techador, le contestó con firmeza: “no techo mi choza ni techo la ajena, yo techo la choza de María Azucena.”


Azucena, la verdadera protagonista de esta historia, escuchó con atención el cuento de su tocaya la techadora, pero le quedaron dudas. Por ejemplo: ¿por qué María Azucena salía a techar la choza después de cada lluvia? ¿María Azucena hacía realmente bien su trabajo?¿No sería más fácil contratar al techador, que seguramente, como se dedicaba a eso de toda la vida, solucionaría definitivamente el problema de las goteras? Los papás de Azucena quedaron mudos ante estos interrogantes.

-Andá a jugar- le pidieron con exigencia –andá a jugar Azucena, por favor.

Azucena no hizo caso; en vez de irse a jugar con la pila descomunal de barbys que crecía junto a su cama; con las decenas de muñecas vestidas de rosa que desbordaban todos los cajones de su cajonera decorada con dibujos de princesa; o con la cocina de juguete equipada con cacerolitas, ollitas, tacitas y teteritas de porcelana; se fue al balcón, y apremiada por una intensa curiosidad, se dedicó por horas a escrutar los techos de todas las casas del vecindario.

En su observación descubrió muchas cosas: “Aquella casa tiene el techo resquebrajado” “Aquella otra está torcida y el agua se acumula en un rincón” “La de más allá, la de color celeste, se llena con las hojas del fresno de la calle, y todos sus desagües se tapan”. Ese día, después del cuento de la techadora, Azucena quiso ser una experta en techos.

Fue así que, con las semanas, las observaciones se hicieron cada vez más puntuales y precisas: “Las tejas de aquél techo están flojas, si pasan los gatos las van a tirar”. “Ese chalet necesita una chimenea”. Azucena había aprendido mirando, y mirando, y mirando. También preguntando: si pasaba por una obra en construcción, aprovechaba para investigar qué materiales se usan para hacer los techos, cómo hacen los albañiles para que las paredes queden firmes, cómo hacen los arquitectos, los ingenieros, para que no se llueva adentro de las casas.

Su interés por el tema y su afán de conocimiento la condujeron a pedir permiso a los vecinos y subir a sus terrazas. Entonces, con cautela profesional, observaba bien de cerca los detalles del cemento, de la membrana, de los ladrillos, y hasta se fijaba en los recorridos de las hormigas negras, habitantes seguras de toda techumbre, delatoras de posibles grietas, agujeritos y demás fallas de azotea.

Mientras tanto, en la escuela, los compañeros de Azucena -y hasta las maestras- le recitaban el trabalenguas de la techadora al menos una vez por semana. La verdad es que nadie, nadie, nadie sabía que Azucena, poco a poco, se estaba convirtiendo en una “María Azucena” de verdad. Nadie, nadie, nadie, hubiese adivinado que, poco a poco, Azucena se ponía canchera en un oficio difícil, el cual estaba dispuesta a ejercer con destreza, sabiduría y profesionalismo.

Como una guardavidas que en la orilla del mar permanece expectante sobre su banqueta, cuidando que ningún bañista sea arrastrado por las olas, con todo el cuerpo tenso, preparada para salir corriendo y darse un chapuzón salvador a la menor señal de alarma, a fin de que ninguna vida humana corra riesgos; así, sentada en canastita en el balcón, Azucena velaba por la salud de los techos de todas las casas del barrio.

Sus papás creían que ella meditaba, que hacía yoga, que dormía sentada. No sabían nada del nuevo oficio de Azucena. No sabían que si una noche había tormenta, lo primero que hacía Azucena al despertar era controlar, desde su balcón-platea, que los techos de las casas no sufran daños ni roturas ni achaques por las ramas sueltas o el granizo.

Pero las techumbres de sus vecinos estaban fuertes, firmes, lozanas, radiantes. No había árbol, por pesado que sea, capaz de herir la superficie compacta y maciza que cubría las cabezas de esas personas. Y si bien Azucena se alegraba por estas firmezas cementosas, la verdad era que necesitaba actuar, necesitaba de una vez por todas salir a techar, salir a poner en práctica todo lo que había aprendido sobre techos, chapas, lluvias y ramas.

“¿Dónde hay techos endebles?” pensaba Azucena. “¿Adónde y a quién pueden ayudar mis habilidades? ¿Acaso debo salir a buscar a la María Azucena del cuento que me cuentan en mi casa? ¿La María Azucena que techa su choza cada vez que llueve, pero que como no sabe hacerlo bien, luego de las lluvias las goteras le llenan la casa de humedad y se le forman charcos que parecen lagunas, que parecen ríos, en la cocina?”.

Azucena buscó en Internet los diferentes tipos de casa que los humanos construyen para vivir. Lo que encontró la dejó anonadada. Es que la gente no sólo vive en casas de ladrillos: también hay casas de barro o adobe, casas de materiales reciclados, casas de madera, y hasta casas de hielo. Los materiales cambian de acuerdo a la situación geográfica: en las montañas las casas son de piedra, pino y arcilla. Hay casas con techo de paja, y hubo casas que se llamaban toldos, donde vivían los indios.

Recopiló tanta información sobre casas que de pronto sintió que tenía un mundo entero guardado adentro de su computadora. Esa noche Azucena tuvo un sueño fenomenal:

Soñó con una ciudad donde las casas no se agrupaban en manzanas, como en el mapa cuadriculado de la suya; las casas no seguían líneas paralelas, ni se amontonaban, todas idénticas, como las de su ciudad. Eran casas sonrientes, casas redondas, triangulares, exóticas, polimorfas.

Como si siempre hubiese vivido ahí, Azucena empezó a caminar: las calles eran amplias y circulares, parecidas a pistas de carrera; y a medida que se acercaba al centro de la ciudad, los círculos se hacían más pequeños. Al final de las rondas, que fueron como nueve, llegó al corazón mismo de la ciudad, donde había una plaza enorme sembrada de manzanos.

Una torre tan alta como cien árboles de manzano, se erguía en el centro de aquella plaza. Azucena se acercó lentamente y al llegar a la puerta leyó: “Bienvenidos al observatorio estelar”. En eso, un señor muy preocupado se le acercó y le dijo: “Hola, ¿vos sos Azucena, la techadora? Necesitamos que nos ayudes a arreglar el techo de la torre.”

Con un severo y aseverador gesto de su cabeza, Azucena aceptó. Enseguida se encontró subiendo una escalera en caracol, con un farol en una mano y una preciosa caja de herramientas en la otra. Al observarla con detenimiento, vio que más que una caja era una cesta, y que después era un maletín, todo de color fucsia, que portaba un surtido despampanante de martillos, destornilladores, clavos, pinzas, llaves y serruchos de colores frutales.

El sueño la transportó directamente a la azotea de la torre. Ahí arriba, una ventisca jugaba con su pelo y le impedía ver el horizonte. Sólo alcanzaba a percibir algunos techos de aquella ciudad circular, techos prolijos, lisos, por donde la lluvia podía deslizarse perfectamente y donde era imposible encontrar alguna ranura o grieta. Sin embargo, el techo del observatorio estaba hecho trizas, y por sus agujeros Azucena descubrió un enorme telescopio cubierto con bolsas de nylon.

Decidida a reparar aquel techo a como dé lugar, abrió su pomposa caja de herramientas y buscó clavos. Pero no poco fue su disgusto, ya que las herramientas de colores frutales se habían convertido en frutas propiamente dichas. Sin saber qué hacer, desparramó por todo el techo y comenzó a tapar los agujeros con naranjas, manzanas, frutillas, uvas, sandías, bananas y melones.

Entonces aparecía el “señor preocupado” en un rincón de la azotea y comenzaba a alentarla: “¡Vamos Azucena, vos podés! ¡Vamos Azucena, antes de que se largue a llover!”.

Cuando se despertó, Azucena sólo quería dos cosas, comer frutas y reparar urgentemente el techo del observatorio estelar. Lo primero era totalmente posible, y no le llevó mucho tiempo cumplir ese sueño: sólo tuvo que caminar media cuadra hasta la verdulería de Jacinto para comprar una pera, una manzana, una banana, dos naranjas, tres ciruelas, una mandarina y diez frutillas. Mientras saboreaba una memorable, una suculenta ensalada de frutas sentada en su palco preferido: el balcón, Azucena rememoraba su sueño.

El observatorio estelar presentaba algunas dificultades a la hora de ser reparado. En primer lugar, estaba la cuestión irrefutable de que la torre pertenecía al ámbito de los sueños; en segundo había que contemplar que aún en el caso de que se pudiera volver a la plaza de los manzanos, una solitaria caja de herramientas no bastaría para arreglar semejante desastre.

Y con nostalgia ante estas evidencias, Azucena probaba las frutillas azucaradas, que habían tomado algo del gustito de la banana, que a la vez estaba impregnada de jugo de naranja; y en medio de tanta delicia frutal, Azucena no podía evitar sentirse un poco triste, porque no sabía dónde ni cuándo podría ejercer su oficio de una buena vez.

“Bueno, basta” dijo Azucena una tarde. Hacía treinta y cinco grados de temperatura y eran exactamente las tres y cuarto de la tarde. Estaba como siempre en su balcón, esta vez con una limonada llena de hielo, y se bebió el vaso de un solo trago. “Basta, voy a ir a buscar casas para techar, voy a ir a los barrios de allá lejos, donde la gente pasa mucho frío en el invierno y un calor insoportable en el verano, y voy a proponer soluciones útiles”.

“Papá, acompañame por favor, necesito tu ayuda en este emprendimiento”. Le dijo al padre que había llegado del trabajo hacía un ratito y descansaba debajo del ventilador con los ojos cerrados. Azucena le explicó en unos diez minutos todo lo que venía pensando desde hacía meses. El hombre, acalorado y todo, se entusiasmó con las ideas techadoras de su hija. “No va a ser fácil hija mía, pero tampoco será imposible”.

Esa misma tarde fueron a la villa y Azucena se sorprendió de lo precario que era todo, de las casitas tan pobres, de los techos tan flojos, de las paredes armadas con un rejunte de materiales descartables. “Hagamos casas, hagamos casas de materiales reciclados, casas de adobe, hagamos casas resistentes, donde los chicos no se enfermen por el chiflete helado, donde las familias no sientan que el sol los aplasta y los ahoga. Yo sé hacer techos que aíslen a la gente de los rigores del clima”.

Su voz era tan contundente, que varios vecinos que paseaban por allí, cumpliendo obligaciones o paseando nada más, se entusiasmaron con la idea urbana. “¡Sí!” dijeron las voces, que cada vez eran más variadas, porque cada vez había más gente. “¡Sí!”, decían las personas mientras planificaban cómo construir hogares donde el invierno no duela y el verano no apriete. “Es una utopía hecha realidad” le decían los niños a sus padres, y los padres a los niños.

Y Azucena, con un sombrero de ala ancha que la resguardaba de los rayos ultravioletas, colaboraba sin descanso, aprendiendo en la práctica más y más sobre su pasión: techar casas. Y todavía colabora. Todavía está esa gente construyendo ciudades más lindas, y Azucena está con ellos, colocando un ladrillo, una madera, reforzando un techo con materiales ecológicos por aquí, plantando un árbol que resguarde del viento y dé sombrita por allá.

Les digo más, ahora que ya les conté esta historia, me voy yo también a colaborar con Azucena, que todas las tardes sale a techar chozas. ¡Vamos todos! ¿querés venir?